Uno de los temas que más difícil nos resulta explicar a los
historiadores es el significado que tienen los pueblos en la Historia.
Hablamos de romanos, visigodos o árabes,
pero pocas veces explicamos lo que queremos decir con esos apelativos.
No es, pues, de extrañar que sigan muy presentes aquellas tediosas
enseñanzas escolares que dibujaban a los romanos trayéndonos acueductos;
a los visigodos, escudos y espadas; o a los árabes, en fin, regadíos y
la Alhambra. Detrás de esta visión latía la idea de que "nuestros
ancestros" habían sido dominados por estos pueblos en distintos
momentos, mientras el "pueblo originario" -o los diversos "pueblos
originarios", dependiendo del prisma nacionalista que se elija-
continuaban su larga andadura histórica. Fruto de esta visión, forjada
en púpitres de madera con tintero, es que un antiguo presidente
del Gobierno de España tuviera la peregrina ocurrencia de declarar que
los árabes tenían que pedir perdón a los españoles por haberles
conquistado.
Las cosas afortunadamente son algo más complejas y también bastante
más interesantes. Me centraré en el caso de los árabes, que es el que
mayores confusiones genera, pues no en vano los nacionalismos ibéricos
han hecho de la idea de Reconquista su santo y seña particular.
Es un error muy común creer que los árabes eran un pueblo de
camelleros nómadas en estado semi-salvaje antes de la aparición del
islam. Lo que se sabe de la Arabia preislámica,
por el contrario, es que albergaba poblaciones muy diversas, algunas de
ellas instaladas en ciudades con larga tradición comercial y una
cultura nada rústica. Las miles de inscripciones
encontradas allí hablan en distintos dialectos y caracteres de una
sociedad estrechamente relacionada con los grandes imperios antiguos, y
en la que existían también pujantes reinos e incluso una literatura muy
interesante, que ha dejado restos de una excepcional poesía.
Las grandes conquistas producidas tras la aparición del islam no
fueron provocadas por un alocado movimiento de tribus montadas en
camellos, sino que estuvieron dirigidas por la élite árabe nacida al
amparo de la nueva religión predicada por el profeta Mahoma. Lo que
sabemos sobre esas conquistas apunta hacia un patrón casi siempre muy
similar: la gran debilidad de los estados de la época hacía que
dependieran mucho de la suerte del ejército de su rey o de su emperador,
de tal manera que su derrota en una o dos batallas campales dejaba sin
defensa a unas poblaciones que quedaban abandonadas a su propia suerte.
Los ejércitos árabes podían tomar entonces las principales ciudades
-Damasco, Jerusalén, Ctesifón, Alejandría, Cartago, Córdoba o Toledo-
sin encontrar mucha oposición. Tras hacerse con los resortes de la
administración conseguían que la posible resistencia en otras zonas no
pudiera reorganizarse y que fueran muchos quienes optaran entonces por
pactar con los invasores. Ello permitió conquistas fulminantes de las
que se benefició inmensamente la nueva élite, que se hizo construir
grandes y hermosos palacios en lugares de la actual Siria y Jordania. En
uno de ellos, Qusayr Amra, unas pinturas realizadas para el califa omeya en la primera mitad del siglo VIII muestran al rey visigodo Rodrigo -con una inscripción que le identifica- junto a los emperadores bizantino y sasánida: los grandes derrotados por los ejércitos de los califas.
Se dice a veces que la conquista de Hispania del año 711 fue llevada
cabo por tropas mayoritariamente bereberes -es decir, gentes procedentes
del norte de África- lo cual significaría que de árabe no habría tenido
mucho. Sin embargo, esa idea no es correcta, dado que tanto la
dirección de la misma, como su orientación ideológica eran árabes, como
también lo fue su resultado: la integración de Hispania -ahora llamada al-Andalus-
en el imperio de los califas árabes de Damasco. De la misma manera que a
nadie se le ocurre dudar del carácter de las conquistas de Roma por la
variada procedencia de los legionarios que las realizaban, es erróneo
poner en duda el carácter árabe e islámico de la conquista por el hecho
de que muchas de sus tropas procedieran del norte de África. Además, en
torno al año 741 un nuevo ejército árabe llegó a al-Andalus, y sus
numerosas tropas se diseminaron por buena parte de este territorio,
contribuyendo así a reforzar el carácter árabe e islámico de la
ocupación. Quienes organizaron, dirigieron y administraron la conquista
fueron, pues, los árabes, y los testimonios contemporáneos en papiros procedentes de latitudes como Egipto demuestran que, como todos los conquistadores, se tomaron muy en serio su papel de dominio sobre las poblaciones sometidas.
La consolidación de este dominio comenzó a cambiar las cosas. De
hecho, es llamativo el destino de los bereberes llegados a la península.
Perdieron rápidamente su propia lengua -que nada tenía que ver con el
árabe- hasta el punto de que el castellano apenas incorporó palabras
procedentes del bereber, al contrario de lo que haría con el árabe, del
que proceden entre 4000 y 5000 vocablos. Estos bereberes, por lo tanto,
se arabizaron muy rápidamente tanto en su lengua, como en sus nombres y
usos culturales. Un sabio andalusí muy conocido, debido a que fue uno de
los introductores del rito jurídico malikí, llamado Yahya b. Yahya (m
en 848), tenía un nombre indistinguible de cualquier árabe, pero
descendía de un ancestro bereber llegado con la conquista cien años
antes.
También la población indígena comenzó a adoptar la lengua árabe de
forma muy rápida. Hay muchas pruebas de ello. En un célebre texto, el
escritor cristano Álvaro de Córdoba se quejaba en pleno siglo IX de que
sus correligionarios más jóvenes apenas se interesaban por el latín y
los escritos eclesiásticos, prefiriendo la lectura de los poetas árabes.
Por la misma época, un gobernador árabe de Mérida, prendado de las
antiguas inscripciones que todavía abundaban en la ciudad, quiso saber
lo que decían, pero no encontró entre todos los cristianos a nadie que
supiera descifrarlas, excepto un clérigo viejo y decrépito. Un siglo más
tarde, libros sagrados como los Salmos o incluso el Evangelio tenían
que ser traducidos al árabe, como también lo fueron los propios
concilios de la iglesia hispana en pleno siglo XI. Todo ello demuestra
que los cristianos que todavía quedaban en al-Andalus tenían que
traducir sus textos religiosos al árabe para poder entenderlos.
Este proceso de cambio es conocido como arabización.
A él contribuyeron también los matrimonios mixtos producidos después
del año 711 entre mujeres indígenas y conquistadores. Fueron muy
numerosos, -el más conocido el de Sara, la nieta del rey visigodo
Witiza- aunque no eran muy bien vistos por las jerarquías eclesiásticas,
tal y como demuestra una carta del papa Adriano, quien a finales del
siglo VIII, se lamentaba de que en Hispania las gentes daban a sus hijas
en matrimonio a los paganos. Estas quejas, sin embargo, poco podían
hacer para detener unos procesos sociales imparables, que acabaron
suponiendo la fusión de conquistadores y conquistados y la arabización
completa de estos últimos. El resultado fue que varias generaciones
después de la conquista mucha gente había perdido la conciencia de sus
ancestros indígenas.
Un caso muy evidente -y siempre citado- es el del gran escritor Ibn Hazm [en la imagen], autor de un magnífico tratado sobre el amor, El Collar de la Paloma (Tawq al-hamama),
quien con toda probabilidad descendía de indígenas, pero para el cual
las principales referencias culturales eran árabes y, por supuesto,
islámicas. Los casos más extremos de arabización eran los de personajes
que, a pesar de que descendían de bereberes o indígenas, pretendían
tener ancestros en la Arabia preislámica, lo que da buena muestra del
prestigio que esta noción tenía en la sociedad andalusí. La arabización
lingüística, por lo demás, ha sido brillantemente demostrada por
arabistas españoles como Federico Corriente, que han sido capaces de establecer los peculiares rasgos morfológicos, fonéticos y léxicos que tenía el árabe hablado por la inmensa mayoría de las gentes en al-Andalus.
Siempre que se habla de estas cosas, sin embargo, uno debe temerse lo
peor. Es inevitable que surja el Unamuno de turno, que se tome todo
esto a la tremenda y nos regale atormentadas disquisiciones, que
insisten en ver en lo ocurrido hace mil y pico años los gérmenes de
nuestra contemporánea aflicción. Tampoco suele faltar una visión
nacionalista árabe que intente demostrar la superioridad de esta cultura
a lo largo de los siglos. Las gentes aquejadas por estas visiones tan
trascendentalistas del pasado -a pesar de que éste insiste en ser
miserablemente materialista- suelen discutir entre sí con gran pasión y
con información no muy veraz, lo que provoca embrollos sin cuento, que
mezclan lo ocurrido en los siglos medievales con situaciones
contemporáneas para perplejidad de los más sensatos.
Me consta que a muchos de mis colegas estos embrollos les provocan
cierto tedio y una comprensible desgana por embarcarse en la divulgación
de los conocimientos que atesoran. Pero me temo que nuestro compromiso
social de historiadores no nos deja elección, y que, a despecho de
malentendidos y tergiversaciones, debemos explicar lo que la
investigación ha venido sacando pacientemente a la luz y que, en muchos
casos, no son meras opiniones, sino hechos plenamente verificados. Y uno
de esos hechos es que, tiempo después de la conquista militar, los
descendientes de los hispanos sometidos comenzaron a convertirse en
árabes desde el punto de vista cultural y lingüístico: algunos siguieron
manteniendo su religión cristiana -los llamados mozárabes-, mientras
que otros muchos se convirtieron al islam. Queda para otra ocasión este
tema, el de la islamización religiosa, del que apenas hemos podido
hablar aquí y que merece también una larga explicación.
Mientras tanto quédense con esta idea. Contrariamente a lo que pretende el pensamiento histórico más conservador (que anda últimamente muy desbocado), la Historia es un proceso continuo de cambio y transformación.
http://blogs.elpais.com/historias/2014/05/hispanosenarabes.html